La hierba acaricia la palma de mi mano cuando enredo los dedos en sus verdes tallos. El sol caldea el ambiente con sus pesados rayos de oro. Cierro los ojos y huelo a verano, a alegría, a una inexplicable sensación de juventud colectiva.
Desde debajo de la fresca sombra que me proporciona una sombrilla, alcanzo a oír los chillidos de júbilo de los niños que juegan y chapotean en la piscina. Sus madres presumen de ellos en voz alta con sus amigas. Yo me imagino su sonrisa orgullosa pero tierna. Escucho también a unas cuantas señoras mayores que intercambian chismes y cotilleos. Y mientras, mis amigos ríen a mi lado. Siguen jugando a las cartas, creo.
En ocasiones, me da la sensación de que se juegan algo, porque sus gritos de indignación o regocijo estallan en mis oídos de vez en cuando. Sin embargo, cada vez que acaba la partida, sus carcajadas resuenan sin preocupaciones.
— ¡Oye! ¿Vienes a bañarte?
Abro los ojos y veo que se refieren a mí. Aún no se ha secado mi bañador, pero qué más da, ya estoy lista para otra sesión de ahogadillas.
— ¡Claro que sí!
Es verano.
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