Para el proyecto de febrero (y por ende de San Valentín) tocaba escribir un relato romántico/erótico y ante aquel dilema me encontraba yo cuando escuché las primeras notas de una canción que se remonta a mi infancia y que nunca comprendí del todo. Hasta ahora. Así que dejé madurar la idea, siempre a fuego lento, mientras esta historia comenzaba a tomar forma entre mis dedos y la tinta de mi bolígrafo.
Pues bien, aquí está. Para los que conozcáis la melodía, que lo disfrutéis; para los que no, bienvenidos.
Entró en el bar con paso decidido, aquella era su noche. El humo
se arremolinaba frente a él, atrayéndole hacia el interior como un canto de
sirena. El olor a tabaco y a alcohol viejo flotaba en el aire enrarecido,
embriagador. La música que se filtraba por los altavoces era lenta, baja,
insinuante; enlazando todas las conversaciones cual hilo conductor.
Caminó hasta el tablado, al fondo de la sala, donde ya se
encontraban el resto. Un par de miradas envenenadas se cruzaron con la suya
mientras desenfundaba su guitarra. En realidad no llegaba tan tarde, era más
un...retraso de cortesía...
Sin embargo, en cuanto subieron al escenario, poco importaron
aquellos reproches silenciosos. Estaba en su elemento. Las tensas cuerdas
ansiosas bajo sus dedos; el quedo murmullo de la gente antes de los acordes
iniciales; la calurosa luz de los focos, siempre deslumbrante, obligándole a
bajar la vista. Todo se fundía dentro de él, seduciéndole con aquella turbadora
sensación que ni el alcohol ni el tabaco lograban imitar. Una tenue media
sonrisa comenzó a extenderse por sus labios al tiempo que resonaban los primeros toques de baqueta. Era la hora.
Cerró los ojos y se dejó llevar. Lentamente, casi con pereza,
rasgueó las cuerdas de su guitarra, sintiendo la cadencia de cada una de las
notas que escapaban de sus dedos. Las palabras acudieron a sus labios casi sin
querer, vertiéndose sobre el anticuado micrófono e inundando el local con su
voz algo ronca. Era una de esas canciones que ni siquiera crees recordar y, aun
así, cantas sin saber de dónde viene esa letra en tu cabeza.
“Me llega la hora, sonrío
y camino. Sé que estás sola sonrío y te miro.”
Sus párpados volvieron a aletear con voluntad propia,
permitiéndole vislumbrar las caras que poblaban el oscuro salón. Deslizó la
vista entre los rostros obnubilados, liberando la sonrisa que florecía en su
boca. Solía causar ese efecto.
“La mesa sujeta tu cuerpo
de reina. Reposo tranquilo y cruzo las piernas.”
Unos ojos especialmente brillantes capturaron su mirada. La
culpable, una señorita. Cómo no. Pero una particularmente guapa, debía admitir.
“Acerco las manos,
deslizo los dedos, me siento a tu lado, te quito el sombrero.”
Se recreó en sus facciones de ángel, incapaz de centrarse en nada
que no fuera ella, y cató aquellos labios rojos con la vista, fruncidos en un
delicioso mohín de concentración. No cabía duda de que le escuchaba con toda su
atención, y, al parecer, le gustaba lo que oía.
“Estás quieta, miedosa y
fría. Yo sé lo que piensas, te sabes mía.”
Fascinado como estaba, memorizando cada recodo, cada tono, de su
nueva musa, no pudo obviar el leve rubor que comenzó a florecer en sus mejillas
en cuanto ella se supo observada. Él le regaló una sonrisa lenta, con sabor a
promesa, y un guiño rápido; a lo que ella correspondió con un rojo todavía más
intenso.
“Dame de esa boca lo que
nadie me dio, regálame un recuerdo con tu sabor. Que nazca de tus labios y
resbale después, permíteme que pueda de tu cuerpo beber.”
Él continuó cantando como si nada hubiese pasado, como si no le
estuviera dedicando hasta la última letra que abandonaba sus labios, como si
cada palabra que pronunciaba no fuera una declaración de intenciones. Siempre
con la misma cadencia ronca, siempre sin despegar la vista de ella.
“Te callas y miras. Estás
seria, muy seria; pero no te escondes, con gusto respondes.”
Y, sin embargo, ella no desviaba aquella mirada hipnótica. Muy al
contrario, se la devolvía con creces, sin pensar por un instante en ocultarse
al amparo de las sombras. Y él no podía dejar admirarla, acechándola bajo sus
pestañas cuando la luz de los focos se volvía demasiado brillante.
“Me gusta que esperes. No
te desvistas. Soñar tus placeres, tenerte a la vista.”
La brisa procedente de un ventilador hacía revolotear ociosamente
algunas ondas de su cabello, trazando suaves caricias sobre sus hombros
desnudos. Ella no hacía nada por evitarlo, y él se descubrió celoso de aquellos
mechones rebeldes que podían besar la piel con la que él solo podía soñar.
“Y cierro los ojos, sabiéndote
mía. Me olvido del tiempo, disfruto y te siento.”
Una sonrisa sutil comenzó a intuirse en los labios de ella; casi
imperceptible al principio, pero más descarada después. No era una sonrisa de
rendición. Era una sonrisa de invitación, de muchos tal vez y algún quizás. Era
la muda promesa de una noche en vela.
“Me sabes a siempre, y
siempre me sabes. No quiero fallarte ni que tú me falles.”
Él asintió con suavidad, una extraña calidez ya fluyendo por sus
venas como si de un trago de más de mil años se tratase. Ya no estaba seguro de
si lo que cantaba era la misma canción o sus sentidos hechos voz. Lo que sí
comprendía es que no podía parar. No sabía, no quería y volvía a no poder.
“Dame de esa boca lo que
nadie me dio. Regálame un recuerdo con tu sabor. Que nazca de tus labios y
resbale después, permíteme que pueda de tu cuerpo beber.”
El vértigo se deslizaba sobre su piel, arañándole al pasar,
provocándole escalofríos que le hacían delirar. El calor de los focos hacía que
la cabeza le diera vueltas, creando la frágil ilusión de que ellos dos eran los
únicos seres vivos en aquel bareto destartalado. Qué más daba. Lo cierto era
que el resto debía estar muerto para no sentir aquello.
“Y aquella luz sobre su
boquita, aquel sabor nadie me lo quita.
Y aquella luz sobre su
boquita, aquel sabor nadie me lo quita.”
Ella se llevó la copa a los labios, sorbiendo por aquella pajita
retorcida con deliberada lentitud. En ningún momento desligó la mirada de la
suya, sabedora de lo que estaba haciendo con él. De esa tortura exquisita que
amenazaba con arrebatarle la poca cordura que aún le quedase.
“Dame de esa boca lo que
nadie me dio. Regálame un recuerdo con tu sabor. Que nazca de tus labios y
resbale después, permíteme que pueda de tu cuerpo beber.”
Las últimas cadencias se deshicieron en el aire igual que una
bruma espesa; se mezclaron con el aroma a alcohol viejo y el humo de tabaco
como si siempre hubieran pertenecido a allí.
Ella se levantó con ademán seguro y se dirigió a la puerta
meciendo las caderas con la seguridad de una victoria, sabedora de que él no
tardaría mucho en llegar.
Él se bajó del escenario algo tambaleante, abandonando la guitarra
sobre un amplificador averiado. Sus compañeros le gritaron algo con tono airado
pero él no podía oírlos. Caminaba hacia ella como si la vida le fuera en ello.
Y quizá le iba.